11 mayo 2004

Salamanca, plaza abierta

Artesanos de la palabra
Natàlia PLÁ

Hay veces que cuesta poner palabras. Y una, que tiene la impresión de haber crecido abrazada a ellas, y que por inconsciencia o por temeraridad, hace años que no renuncia a buscar su complicidad para que le ayuden a entender, a explicar, a decir el mundo y la vida, pues eso, que a esa una que soy yo, hoy le cuesta poner palabras.

¿Qué palabras usar para hablar de los artesanos de la palabra?

Salamanca es una ciudad de letras. Se respira en el aire, se tropieza en las piedras, se intuye en las cafeterías y se constata en la historia y los papeles. Hay algo en el ambiente que hace comprender por qué a tantos les ha despertado más que el deseo, la necesidad de poner por escrito lo que se vive. Porque el poeta no elige su oficio, sino que da la impresión de que es elegido por él.

«[...] Algún día saldré por esa boca, llegaré hasta ti.
Soy un terco invento de mí mismoque no pierde la fe.
Te diré las palabras, en toda su pureza.»
(de «Nada diré de mí», Fernando Díaz San Miguel)
Los viernes, a eso de las ocho de la tarde, van acercándose al Ateneo de Salamanca los componentes del «taller tertulia de literatura atril». El que asiste es esperado, porque se conocen y saben que, aunque la asistencia no sea demasiado estable, se forma parte del grupo por el hecho de tener algo de poeta y querer compartirlo. Denuncian indulgentemente –sonrientes y cómplices– que el desamor engrosa sus filas. Da la impresión de que su vocación de escribientes les hace sentirse cercanos, quizás algo amigos.
«[...] Ocultar mi paradero y dividirme ante todo,
renegar mi situación
ser un simple doble hombre.»
(Jorge Pascual)
Este taller tertulia comenzó en 1993. Más de diez años, pues, de existencia le dan cierta autoridad en un lugar donde el constante trasiego de gentes dificulta a veces la continuidad de las iniciativas. Sin embargo, un número suficiente de gente de la propia ciudad quizás es la garantía de una permanencia de la que los «transeúntes» pueden aprovecharse al mismo tiempo que enriquecer al grupo. A lo largo de estos años, gente de toda España y de Latinoamérica, principalmente, han aportado sus versos y sus opiniones sobre el trabajo de los demás. Ello se refleja en la revista que publican con el mismo nombre que el taller, y en la colección «Gárgola de poesía». Para editarlo, reciben la ayuda de la Junta de Castilla y León o de la Obra Social de Caja Duero. Porque, ya saben, como me dice Fernando Díaz, su actual responsable, todo el mundo dice que le gustan «estas cosas», pero son pocos, muy pocos, los que las compran. A pesar de ello, da la impresión de que ellos se sienten ricos: ¡tienen sus palabras! Y se tienen a sí mismos, porque se son fieles. (¡Ah! Son de su tiempo, también tienen web –www.revistaatril.com–, por si alguien quiere navegar con versos.)

«[...] No los malgastes, no, querida amiga,
sólo un deseo: déjame volar
a las moradas de tu ardiente pecho
cual cándida paloma de afecto y amistad. [...]»
(Luis Miguel Gómez Garrido)

Les pido permiso para grabar sus poemas. Asienten sin problemas. Están dispuestos a dejarse oír por quien quiera escuchar. Pero, debaten en un momento de la tarde, la poesía siempre es minoritaria. Lo dicen con mezcla de resignación y orgullo. Ojalá fueran más los capaces de leerla, pero «para ello hace falta cierta capacidad de análisis», algo de lo que nuestras sociedades andan escasas. Y ellos no quieren venderse, aunque suponga seguir siendo minoritarios.

«[...] Y meterme en el fondo del saco
para buscarme a ciegas
tanteando los márgenes del vértigo.
Dejar al pájaro batir sus alas de locura
y picotear el tuero de locura
y no atender al canto que alentara a Ofelia hasta las aguas.»
(Enedina Iglesias)
De esa discusión uno deduce que cada uno de los allí presentes va haciendo un camino que es sólo suyo: cada uno tiene sus fidelidades, cada uno madura en una dirección. Pienso que no debe ser malo que no sea la misma. Si algo tiene la poesía, es ser la acompañante perfecta para las intimidades –solas o acompañadas–. Y la intimidad de cada persona es diferente. Los corazones y las mentes vibran por temas, estilos y tonos distintos. Y si, como decíamos, de algún modo el escritor es tomado por la escritura, habrá que serle fiel cuando vaya variando su trazado. Raúl Vacas, uno de los veteranos, constata esa evolución en sí mismo ahora que ve reeditarse un libro suyo, Proceso de amor. Es consciente de que en cada momento ha accedido a públicos distintos y su mirada expresa al decirlo esa neutralidad de quien no elige al interlocutor, sino que lo encuentra por el camino de la sinceridad consigo mismo.

«No sé qué más hacer para volver atrás,
para que tiemblen otra vez tus labios con los míos
después de tantos chicles, de tantos sellos y distancias.
No sé qué hacer para tener tu boca cerca,
para brindar tu amor, para ordeñar tus labios.
No sé qué más hacer cuando te marchas lejos
y mi dolor azul se llena de cerillas.»
(«Yogur de mí», Raúl Vacas)

Por esa necesidad de ser libres a la hora de enfrentar los propios retos y responder a las expectativas personales, la dimensión más conjunta de taller se ha perdido un poco en estos años. Sólo un poco, porque lo que han dejado de proponerse es escribir sobre un tema acordado: les incomoda, les fuerza y les hace sentirse menos auténticos. Pero mantienen el trabajo de comentarse los poemas que cada uno decide leer aquella tarde. («¡Lo peor que puede sucederte es que nadie diga nada, porque eso quiere decir que no les ha gustado en absoluto!»)
«[...] Bajen al pueblo, señores
bájense de la soberbia,
que sólo sois una brizna
nada más que el pueblo tiene.
Luchen ustedes solitos.
El que no gane, que pierda.
que yo lo parí, señores,
nada más pá cosas buenas.»
(de «Amor y coraje», Josefa Sánchez Sousa)
Caligrafías completamente distintas (también algunas en ordenador) aparecen de cuadernos, de carpetas, o de un bolsillo. Se escuchan con la decisión de ser críticos y el deseo de no herir. Saben por propia experiencia que el poeta abre una parte de sus entrañas y con eso hay que tener mucho cuidado. Quizás no todos los versos sean de gran calidad – sería una ligereza mía juzgarlo–, pero lo son los sentimientos que los motivan y las personas a quienes pertenecen, y merecen el mayor de los respetos por tener la valentía de desnudar un poco de su alma ante un público atento.
«[...] Despertaré, viviré,
amaré, reiré, soñaré...
Ya estoy soñando. [...]»
(de «El trance o la vida», Ana María Mesonero Pérez)
Son de edades y de estilos literarios bien distintos. Algunos apenas van empezando en esta aventura, otros lo disfrutan con la fruición de quien ya ha terminado su vida laboral y se atreve a dedicar su tiempo a ese otro oficio siempre acariciado. A su alrededor, algunas presencias determinadas a no abandonar a esta compañera sin la que no conciben su vida. Bromean entre sí acerca de la influencias que unos y otros ejercen entre ellos o, ya más serios, sobre los grandes autores que les resultan cercanos y a quienes nombran con ese tono de los que saben apreciar lo que es tener maestros.
«De la última claridad emerge
el delicado rostro de una muchacha
sobre el rocío de los prados
como un limbo de luz,
la nada en reposo
la maravilla quieta.»
(Maribel Domínguez)
No se crean. Eso de escribir no es tan ligero como parece. Ellos lo dicen: es duro oficio el de poeta, hurgando entre las palabras y los ritmos para que se adecúen a sensaciones, sentimientos e ideas. No se crean, se lo dice alguien que anda hace rato buscando palabras que se adecúen a ellos.